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El abuso sexual de menores, cometido en el seno de la Iglesia, ha causado graves daños a las víctimas y sus familiares, y a la Iglesia en general. Sin importar el lugar donde estos crímenes se cometen, los daños y el dolor que causan son los mismos. En cambio, los modos de enfrentar el problema difieren según sea el país.
Con ocasión de la visita del Papa Francisco a Chile, a mediados de enero de 2018, se revivió el escándalo de los abusos sexuales cometidos en ese país, sobre todo, con relación al caso del padre Fernando Karadima, que cometió la mayor parte de sus crímenes entre los años 1981 y 1995; el año 2011 fue sentenciado a llevar una vida de penitencia y oración, sin la posibilidad de ejercer el ministerio sagrado. El mismo Papa Francisco se vio afectado, por hacer una valoración equivocada sobre de la situación, «por falta de información veraz y equilibrada», como más tarde refirió a los Obispos de Chile. Pero esto desencadenó que el Papa tomara acciones concretas al respecto: envió a Mons. Charles Scicluna, arzobispo de Malta, y al Rev. Jordi Bartomeu Farnós, oficial de la CDF, para investigar los casos, en misión especial. Recogieron 64 testimonios, en un expediente de 2300 folios, entregado al Papa el 20 de marzo.
Después de examinar el informe, además de recibir a tres de las víctimas de abuso, el Papa se reunió en el Vaticano con 34 obispos de Chile, los días 15-17 mayo de 2018, para dialogar sobre la gravedad de los hechos y sus trágicas consecuencias, y hacer un discernimiento acerca de las medidas a ser adoptadas a corto, mediano y largo plazo, para restablecer la justicia y la comunión eclesial en Chile, así como reparar en lo posible el escándalo causado. A raíz de este encuentro, como gesto colegial y solidario para asumir los graves hechos ocurridos y manifestar su plena disponibilidad, los obispos pusieron sus cargos pastorales en manos del Papa para que él decidiera libremente sobre cada uno. ¿Qué significa esto y qué implicaciones conlleva?
Estrictamente hablando, los Obispos no presentaron su renuncia canónica como lo establece el canon 401 § 2; han preferido utilizar una fórmula diferente: «poner los cargos en las manos del Papa». Esto significa que dejan al Papa tomar la decisión que mejor le parezca sobre cada obispo, que puede ser, remoción del oficio, traslado a otra iglesia particular o a otro oficio, o la renuncia, que convertiría al Obispo en emérito. Mientras tanto, cada Obispo permanece en su oficio o cargo.
Una vez más, constatamos que el fenómeno del abuso sexual de menores sigue un mismo derrotero, a saber: primero ocurre el crimen del abuso seguido por el silencio de la víctima; cuando la víctima denuncia, la autoridad eclesiástica atiende el caso con reservas o, en el peor de los casos, lo encubre; si la víctima recurre a los medios de comunicación, entonces el caso se hace público y la autoridad eclesiástica se ve presionada a reaccionar con efectividad. En este estadio, el abuso sexual solo se asume como problema de cada diócesis. Solo se llega al último estadio cuando la conferencia episcopal reconoce públicamente que el problema no es de unos pocos obispos sino de todos, y entonces emprenden acciones conjuntas de prevención del abuso, de atención a las víctimas y de justicia para los criminales.
El modo de afrontar, por la Conferencia Episcopal Chilena, esta grave crisis es inédito. Fue necesario que tocaran fondo para reaccionar y decidir levantarse para trabajar en restablecer la confianza en la Iglesia, rota por los abusos de algunos clérigos y los graves errores y omisiones de los pastores en tratar estos crímenes. Con respecto a la Iglesia en México, todavía está en el estadio de creer que el problema es solo de algunos obispos. Hace falta reconocer que el problema es serio y de todos. Solo entonces se harán públicas las Líneas guía para que todo el pueblo de Dios las conozca, y se implementen acciones de prevención y estructuras que ayuden a crear ambientes seguros en la Iglesia.